Por Gustavo Lahoud
La coyuntura internacional nos presente múltiples puntos de conflictos, fracturas que se expresan en diversas dimensiones del poder y, fundamentalmente, encrucijadas para los Estados nacionales, en un escenario que resulta difícil de describir y comprender en una primera mirada por la inestabilidad creciente, la fluidez de los acontecimientos, la incertidumbre y el difícil ejercicio de la prognosis.
Sin dudas, uno de los principales ejes de los conflictos existentes en el sistema internacional está vinculado con la acentuación de las fracturas en la dinámica económica, comercial y financiera de las cadenas globales de valor de las grandes corporaciones multinacionales.
En efecto, la ralentización del crecimiento económico en la última década, junto con la consolidación de agendas abiertamente competitivas y conflictivas en diversos sectores económicos con repercusión global, han sido parte de los procesos que permiten comprender la dinámica de debilitamiento del funcionamiento económico y comercial.
Detrás de esta dinámica más compleja e intrincada, emerge la centralidad del enfrentamiento geoestratégico entre China y Estados Unidos, que se expresó en múltiples planos de la agenda internacional, más aún desde la asunción de Donald Trump a comienzos de 2017. Ya con Biden en el poder en los Estados Unidos, el vínculo con China, lejos de distenderse, se orienta hacia la consolidación de un aumento de la rivalidad y competencia en diversos planos de la realidad económica, desde los sectores tecnológicos e informacionales ligados a la economía 4.0, hasta los servicios, finanzas, logística y transporte, energía y minería y diversas áreas de provisión de bienes públicos como equipamiento sanitario y vacunas, que han estado en el centro de la escena como consecuencia del agravamiento generalizado de la situación económica mundial en el marco de la pandemia del Covid 19.
Precisamente, la irrupción de la pandemia y sus múltiples efectos en diversos planos de la relaciones internacionales, ha implicado la profundización de los desajustes en el funcionamiento de las cadenas de suministros globales, al tiempo que las asimetrías productivas en sectores variados de la economía, tanto en el mundo más desarrollado como en las regiones con menor desarrollo relativo, se ensancharon al compás de las crecientes debilidades de las instituciones públicas estatales para asegurar la adecuada protección sanitaria, social, educativa y laboral de sus propias poblaciones.
En tal sentido, uno de los escenarios más dramáticos que hemos visto ya desde 2021, es la acentuación de la fragmentación política, económica y social, el avance de la desigualdad en el mundo, la erosión de los sistemas de seguridad social en las regiones africanas, asiáticas y latinoamericanas y la consolidación de mayores beneficios económicos en sectores ligados a la economía de la información, las plataformas, las telecomunicaciones, los grandes laboratorios ( al compás de la «guerra de las vacunas» entre distintas potencias en el marco de la lucha contra la Covid 19).
Simultáneamente, las grandes multinacionales de los hidrocarburos, la minería y el conglomerado agroalimentario, bloques que emergieron aún con mayor fortaleza en el contexto de sostenido aumento de los precios de las materias primas alimenticias, energéticas y minerales desde el segundo semestre de 2021, intentan reconstruir escenarios viables para sus proyectos de inversión en un contexto que se ha complejizado mucho más como consecuencia de la guerra entre Rusia y Ucrania, a partir de la invasión rusa a ese país el 24 de febrero de 2022.
Por cierto, uno de los ejes de debate que han surcado el panorama energético mundial en los últimos años, es el del posible avance de la transición productiva energética hacia la incorporación de nuevas fuentes renovables y el paulatino abandono de las apuestas empresariales y estatales al sector de los hidrocarburos en el marco de la profundización de los debates del cambio climático y su irrupción en las agendas públicas de los Estados luego de la entrada en vigencia del Tratado de París firmado en 2015.
Sin embargo, más allá que en los últimos años las inversiones en nuevas fuentes energéticas renovables llevadas adelante por la Unión Europea, China y otros países de menor peso relativo en el sistema internacional, junto con el «compromiso» de la agenda Biden hacia el desarrollo de un nuevo Pacto Verde Global, han sido parte de la compleja evolución de la agenda energética, la consolidación del actual escenario de guerra en Europa ha generado un parate muy importante en el despliegue futuro de las inversiones en nueva infraestructura energética renovable, al tiempo que los compromisos de reducción persistente de emisiones de gases de efecto invernadero por parte de la mayoría de los países firmantes del Tratado de París, vuelven a quedar en un incierto compás de espera, al calor del agravamiento de los suministros energéticos y la suba persistente de los precios de estos bienes como consecuencia del escenario bélico en la región oriental de Europa.
Todo ello implica que las agendas de la transición energética parecen hoy disipadas o detenidas en función de la emergencia internacional en ciernes, lo que plantea un futuro cercano ominoso, más aún ante la mayor conflictividad y competencia entre los países para hacerse de mayores recursos energéticos en un contexto de mayor escasez, todo lo cual erosiona aún más el funcionamiento de las cadenas de suministro logístico y de transporte en el mundo.
Debe tenerse en cuenta, además, que Europa es hoy el principal escenario en el que la crisis bélica impacta de manera muy directa ya que, hasta comienzos de 2022, Rusia garantizaba el 40% de los suministros de hidrocarburos, que hoy, bajo la ingente presión de los Estados Unidos, deben ser reemplazados por fuentes más caras, menos seguras y confiables y, por ello mismo, más inestables en el contexto del agravamiento del conflicto.
Por su parte, la tragedia humanitaria que ya se está viviendo en Ucrania, se amplifica al compás de más de 8 millones de refugiados ucranianos/as desperdigados/as en distintos países de Europa oriental, mientras que la acentuación del teatro bélico ha generado una peligrosa e insensata proliferación armamentística desde Estados Unidos y la Unión Europea hacia Ucrania, con el «suicida» objetivo de prolongar la resistencia ante el avance del poder militar ruso y generar una situación de mayor inestabilidad e incertidumbre estratégica.
En este sentido, una última arista de la volátil situación geoestratégica que se vive en la frontera ruso-ucraniana, que le agrega dramatismo al escenario, es el estado de alerta de las fuerzas nucleares que Rusia ha decretado ante al agravamiento del conflicto. Recuérdese que Rusia y Estados Unidos concentran el 90% de las armas nucleares posibles de ser usadas en el mundo y que toda la parafernalia de dispositivos nucleares tácticos y estratégicos pueden significar, en caso aún de un uso limitado, una catástrofe de consecuencias imposibles de prever. Esta situación, junto con el aumento incesante de los presupuestos de defensa y armamentísticos decididos por las grandes potencias, no hace más que augurar un futuro próximo aún más volátil, incierto y ominoso.
Sólo esperemos que el género humano esté a la altura de estas dramáticas circunstancias y que, desde todos los rincones posibles de nuestra Madre Tierra tan castigada y saqueada, podamos frenar a tiempo la extensión de este peligroso estado de guerra abierta que parece cernirse sobre todo el sistema internacional, con consecuencias imposibles de pensar.
El terror de estos tiempos, a caballo de los intereses corporativos y oligárquicos de estas élites globales que parecen huir hacia adelante en un gran ajuste mundial que trasunta una infame biopolítica del control social bajo los auspicios de una distópica tecnología de la hibridación de la vida, es el brutal Leviatán que debemos frenar, antes que sea demasiado tarde.